Por HERMANN TERTSCH
ABC Sábado, 06.10.18
Hubiera sido muy digno el premio también para el fascinante proceso de paz en Corea
Han elegido este año dos premiados muy dignos para el Nobel de la Paz y eso siempre es un alivio. El ginecólogo congoleño Denis Mukwege, incansable luchador contra los efectos y la impunidad de violaciones colectivas en el Congo y la activista yazidí Nadia Murad, esclava sexual vendida por el Estado Islámico que mató a toda su familia y activista contra violaciones y esclavitud sexual, ya habían recibido el Premio Sajarov del Parlamento Europeo. El Comité Noruego ha concedido el galardón por su labor en la lucha contra la violencia sexual. Estamos ante un caso en el que claramente los premiados mejoran al premio.
Porque hay que buscar hoy en día mucho para encontrar premios más desprestigiados que el Nobel de la Paz. Solo se me ocurren los Goya, los Ondas y algún que otro premio periodístico de la misma secta ideológica, cuyos miembros se premian entre sí. El obsceno abuso del sectarismo en la elección de los premiados induce a veces a la risa y al sarcasmo. Se tocaba casi fondo cuando se le dio el Nobel de la Paz a Barack Obama nada más ganar las elecciones, sin haber hecho nada. Hicieron bien en apresurarse. Porque el santo laico de la izquierda europea provocó después todo un rosario de conflictos bélicos y desastres de seguridad. Hubo alguno peor como el otorgado al presidente colombiano Juan Manuel Santos por su acuerdo tramposo de paz, organizado por la dictadura comunista de Cuba, que abría las puertas al poder a la banda narcoterrorista de las FARC. El pueblo se levantó con éxito contra el mismo. Ese Nobel se otorgó bajo grave sospecha de sobornos. Solo podía empeorarse dándoselo ya a Tirofijo o a Nicolás Maduro y su cómplice español Zapatero, por ejemplo.
Hubiera sido muy digno el premio también para el fascinante proceso de paz en Corea. Pero todos saben que, junto a los dos presidentes, el que habría tenido que recibirlo con más merecimiento que nadie habría sido el gran artífice del proceso, que se llama Donald Trump. Eso habría sido demasiada dignidad y honradez intelectual como para digerirse en delicados estómagos progresistas como los del Comité Noruego.